"Tim, el pingüino que quería ser diferente" - por Belkis Cima
Allá, bien al sur de nuestro país, en una desolada
isla bañada por las frías aguas del canal de Beagle, allá felices y tranquilos
viven ellos, los pingüinos.
Por las
mañanas cuando los tímidos rayos del sol apenas iluminan la pingüinera los pingüinos adultos salen de los nidos en busca de alimento fresco y sabroso para la
familia. Los pichones dormilones y remolones demoran en salir del nido y cuando
logran despertarse el sol ya está alto y la pingüinera toda iluminada.
Durante el
día los pequeños pingüinitos reciben la visita de unos extraños visitantes que
llegan hasta la costa de la isla en enormes naves. Al principio esas
interrupciones de la rutina diaria no fueron muy agradables, como hipnotizados
se quedaban al ver a esos seres que se comunicaban extrañamente y además se
cubrían la cabeza con algo gracioso; la mayoría terminaban con un adorno
plumoso y a veces esponjoso, los ojos como moscas, redondos y negros u otros
más raros tipo espejados cubriéndoles los ojos. Con el paso del tiempo la colonia entera de pingüinos
se fue adaptando.
Ahora los
pingüinitos se divierten haciendo piruetas y a cambio reciben risas y aplausos
que los alientan a seguir con el espectáculo.
Después que
los visitantes se alejan en aquellas embarcaciones los pichones recorren la
costa en busca de restos de alimentos que los humanos dejan caer, ellos por
curiosos los comen y después sufren dolores de barriga.
Entre todos
los pingüinitos se encuentra Tim que solamente se apodera de objetos raros:
guantes, gorros y hasta anteojos. Escondido entre los pastizales acostumbraba a
disfrazarse y jugar a ser diferente a los demás pingüinos y eso le encantaba.
Tim estaba aburrido de vivir en la pingüinera, decía que siempre hacían lo
mismo: buscar comida, comer, tomar sol y dormir. También le molestaba que todos
tuvieran el mismo aspecto, los mismos colores, negro y blanco, hasta la misma forma
de caminar bamboleándose de un lado a otro. ¡Todos iguales!
En su escondite
soñaba con ser diferente mientras se ponía los objetos más extravagantes que
juntaba después de la visita de los humanos.
Un día con
tantas cosas que había encontrado se le pasó muy rápido el tiempo mientras
jugaba a ser otro y no se dio cuenta que ya toda la colonia había vuelto al
refugio; todos menos él.
En el nido
mamá y papá pingüinos comenzaron el recuento de sus pichones y faltaba Tim.
Desesperados se miraron y salieron en su búsqueda. Recordaron que Tim se
entretenía con aquellas cosas que encontraba en la costa y allá fueron.
Papá
pingüino con su fino oído se guio, caminó unos metros entre un pajonal y ahí lo encontró disfrazado
y feliz. En eso llegó mamá pingüino que
siguió las huellas y los encontró abrazados; sin esperar se unió al abrazo y
mimaron al pequeño.
Cuando Tim
pudo despojarse de ese cruce de aletas, los miró a ambos a los ojos y les
preguntó cómo se habían dado cuenta que era él el que faltaba en el nido, ya
que eran todos iguales.
La mamá con
una mirada húmeda por la emoción le dijo que aunque todos en apariencia son
iguales y hagan las mismas cosas siempre habrá algo que los haga diferentes,
especiales, únicos e importantes.
El papá se
unió a la conversación y le dijo que no eran necesarios los gorros y anteojos
para diferenciarse de los demás. Le explicó que Dios en todos los corazones
dejó una lucecita, la luz del amor y es la encargada de hacernos brillar a cada
uno de manera única y diferente.
Tim
convencido de ser único, diferente, especial y muy importante para sus padres
volvió con ellos al nido.
Al día
siguiente se mezcló entre los demás pingüinos y juntos brindaron a los
visitantes un brillante espectáculo con sus piruetas.
Tim entre
sus hermanitos y amigos pingüinos se sintió feliz imaginando que todos
brillaban a la vez porque cada uno es luz.
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